martes, marzo 09, 2010

OPINIÓN // La denuncia apócrifa


En los últimos meses abundaron noticias, crónicas y hasta libros reveladores en torno de las llamadas barras bravas argentinas. Ejercicio saludable, cabe decir, ya que el periodismo masivo vinculado con el deporte parecía haber olvidado una de sus funciones primarias, que es investigar, posiblemente debido a un decálogo inasible donde política y deporte ocupaban campos autónomos, libres de entrecruzamientos e intereses recíprocos de acuerdo con los dictámenes encubiertos de las grandes empresas mediáticas.

Claro que el análisis actual de la organización de las barras y de su signo, la violencia, no refiere a un fenómeno novedoso: varios periodistas e investigadores llevan años estudiando el tema con paciencia, valentía y mucho esfuerzo, si bien algunos de ellos recién ahora reaparecieron en escena tras un cambio drástico acaecido en la estructura de poder del fútbol argentino. Se trata -en estas recientes indagaciones- de trabajos que focalizan en la connivencia entre el poder político y la dirigencia deportiva, rigurosos e imprescindibles, que permiten identificar dos certezas en una época de incertidumbres: la violencia como insumo lógico tras un incesante tráfico de componendas y negociados múltiples, y la ineficacia o falta de voluntad de las autoridades para aplicar y promover políticas públicas democráticas que resuelvan el problema.

Pero hay un aspecto oculto ceñido al fenómeno, no consignado en los mencionados informes y artículos, que remite a una de las causas centrales del conflicto. Salvo pocas excepciones, nada se dice de los discursos periodísticos enarbolados en la última década y media, de la reconversión del oficio en crónica roja o promotor de los más diversos aguantes, de los enunciados que reconocen en el triunfo circunstancial la única posibilidad de ser, de la incesante estimulación del morbo, de la necesidad de propagar violencia desde los medios para sostener un negocio fabuloso. Todo eso constituye, al menos, un apartado especial que merece revisarse si lo que se pretende es abordar algo más que un fragmento de la cuestión. Las denominadas barras, por tanto, no se inscriben dentro de una lógica irracional, por el contrario emergieron y se desarrollaron con la anuencia del público, un público que recibió -y aun recibe- estímulos diarios desde las usinas mediáticas ya no para convalidar o impugnar la violencia sino también para desearla. Vale recordar un hecho que revela la paradoja del asunto: mientras el sitio web de un importante matutino lanzaba una campaña contra los "violentos" -que siempre son los otros, por otra parte-, en el mismo portal se abría un foro sin moderador donde se conminaba a los hinchas a intercambiar opiniones en clave de folclore futbolero, con amenazas y provocaciones permitidas, desde luego. Es apenas un ejemplo de un muestrario amplio, repleto de gestos, situaciones y, especialmente, lenguajes estructurados en ídentica dirección.

Así, éstas nuevas y viejas investigaciones funcionan para hurgar en los núcleos centrales respecto del avance de las barras, y de la incidencia política que explican sus actos delictivos, aunque en muchos casos como denuncia tranquilizadora o cincunscripta a determinados actores y determinadas causales, sin atender la dimensión cultural y simbólica del fenómeno en el cual los medios cumplen un rol, gravitante rol. Y creyendo, para peor, que la denuncia es un gesto de audacia al poner el ojo en el poder formal, no en el poder real.

En ese marco, el surgimiento de las hoy en boga Hinchadas Unidas Argentinas, un nucleamiento de barras impulsado presuntamente por funcionarios políticos con el próposito de que viajen a Sudáfrica y logren reencauzar sus conductas, parece una errada y sospechosa iniciativa para combatir la violencia. Tan nociva y estéril como un periodismo decidido a no reflexionar sobre sus responsabilidades.

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