Vélez Sarsfield ganó un partido trascendental para clasificar a octavos de final de la Libertadores, asentado en las premisas de siempre, por lo menos las mismas de los últimos 17 años: juego colectivo, compromiso de conjunto y mentalidad ganadora. No es casual que este club crezca sostenidamente y se plantee objetivos acordes con sus progresos institucionales, luego trasladados al plano deportivo. Basta recorrer cada pasillo, cada rincón, cada nueva obra destinada a los asociados para advertir que el cuadro de Liniers piensa en grande, sin alardes ni autoengaños, apenas con la evidencia de sus logros en los cuales imperan la gratitud de los hinchas por lo conseguido y, como se dijo, la saludable intención de proponerse nuevos desafíos para enriquecer su centenaria historia.
Uno de esos desafíos es la Copa Libertadores, certamen que Vélez obtuvo en 1994 por única vez liderado por José Luis Chilavert, jugador símbolo de la entidad. El arquero paraguayo fue homenajeado por la comisión directiva en el partido ante Colo Colo, al cumplirse 14 años de aquel célebre gol a Germán Burgos desde casi 60 metros. Acto simbólico pero emocionante, que desató una estruendosa ovación de los casi 20 mil hinchas que acudieron al encuentro. Es que Chilavert no solo evoca para los simpatizantes recuerdos de sus muchas y variadas hazañas, del tiempo transcurrido, de la nostalgia arropada en una época. También expresa grandeza, coraje, rebeldía, la certeza de un destino de orgullo para el viejo Fortín de Villa Luro.
En ese paisaje donde predomina la calma, el reconocimiento de viejas glorias y arengas exhibidas en carteles publicitarios (sobre la Avenida Juan B. Justo hay una gigantografía con un enunciado explícito) , suena lógico que Vélez apunte a obtener el máximo torneo continental. Porque existe una estructura institucional que respalda, porque los conflictos internos y externos son patrimonio de otros y porque hay un equipo convencido de las fortalezas y el potencial que tiene, consciente -además- de cuáles son sus metas. Así lo demuestra el cuadro dirigido por Ricardo Gareca, estructurado con una defensa calificada que comete errores, es cierto, pero con suficiente empeño para cerrar los caminos del rival en momentos clave, dos mediocampistas con una capacidad de anticipo encomiable como son Leandro Somoza y Fabián Cubero, y un trío en ataque conformado por Maximiliano Moralez y los uruguayos Santiago Silva y Hernán López que lastima en el área contraria y se complementa a la perfección.
Con esas armas, y yendo al encuentro con los chilenos, Vélez impuso su habitual jerarquía para transformar a Colo Colo en un auténtico híbrido, un conjunto atormentado por las circunstancias, y con rasgos similares a los de un equipo de la B Nacional de Argentina si se consideran sus tradicionales colores. Fue dos a uno, según el marcador final, aunque la manifiesta superioridad local hizo que jamás peligrara el triunfo, siquiera un eventual empate en dos desestimaba que la noche finalizara en victoria azul y blanca.
Señales, al cabo, que hablan de un firme candidato a ganar el torneo, en base a datos estadísticos y hechos visibles ceñidos a una trayectoria. En el lapso de 17 temporadas Vélez obtuvo 11 títulos mientras que hasta 1968 apenas sumaba un campeonato local, conseguido en condiciones dudosas tras la escandalosa mano de Gallo que allanó la conquista de aquel primer campeonato. Habrá que esforzarse demasiado para encontrar argumentos que minimizen semejante itinerario. Muchísimo más si proliferan dirigentes sensatos, comprometidos con el futuro de su club, que entendieron de la recursiva apelación a la mística y sus herencias. De que la grandeza, por qué no, es una construcción paciente, decidida, tal vez silenciosa, pero posible cuando un viaje de más de 100 años anuncia la próxima estación.
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