Como se señaló oportunamente en crónica periodísticas de las más diversas, Argentina llega al partido definitorio ante Uruguay debilitado por las internas y en condiciones desventajosas. Sin entrenamiento suficiente y sin una estructura confiable para soportar los embates de un rival entonado, suena lógico que predomine la crítica anticipada y el escepticismo del público ante una derrota que se presume inevitable.
Conviene, eso sí, abrigar alguna chance en el carisma de algunos jugadores. Verón, Schiavi, Mascherano y Palermo, por caso, conocen de gestas heroicas cuando la noche oscurece y el relato del fracaso invade la escena. Una señal de aliento, tal vez, para esas tres generaciones de hinchas que no saben de mundiales sin Argentina y no recuerdan un sufrimiento semejante en el nuevo formato de las eliminatorias. Y una posibilidad, también, para los jugadores, estrellas despistadas que tendrán la posibilidad de redimir las ingratitudes con sus hinchas generosos, hinchas siempre disponibles para crear pequeños monstruos que, tarde o temprano, fabbianizarán el juego.
Tiempo, entonces, de buscar el equilibrio entre la creencia y la pasión. Tiempo de situar la crítica que corresponde: sin concesiones pero leal, profunda pero dispuesta a cambios estructurales que remuevan ropajes hediondos, corrosiva pero capaz de pavimentar un camino luminoso para el fútbol argentino.
Crítica que incorpore un nuevo lenguaje, heredero de las mejores tradiciones intelectuales del pueblo, para narrar el ciclo y narrar la época que parecen terminarse.
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