Juega Riquelme y la canción es la misma: Boca será Boca, vigoroso, especial, por momentos vistoso, por momentos garra y corazón, por momentos invencible. Desde hace un tiempo a esta parte el diez xeneize ocupa el centro de la escena debido a causas múltiples aunque una sola prevalece sobre el resto: su rendimiento en la cancha.
Comprensiblemente, los hinchas lo idolatran y lo admiran, se identifican con su juego pero también con su especial carisma, con sus apariciones determinantes, con su figura cargada de misterio y de encanto. Así, Riquelme ganó duelos encapsulados en el devenir mediático, por ejemplo acalló las voces críticas de dirigentes que procuraban desplazarlo, prevaleció sobre Maradona, emblema boquense, tras una semana cargada de acusaciones mutuas entre los dos ídolos, hizo evidente los contornos nocivos que precedieron al récord establecido por Martín Palermo (máximo goleador xeneize de todos los tiempos), el otro prócer vigente, y logró diluir la figura de un tercer ilustre, Guillermo Barros Schelotto, ungido por influyentes sectores de la comisión directiva y por cierto periodismo para asumir como entrenador. Tampoco la número 12, denominación que en este caso alude a la barra brava, salió indemne: Riquelme pica en punta llegado el caso de elegir entre Palermo y él, según encuestas variopintas y expresiones del público manifiestas en los encuentros.
No existe, como se advierte, un jugador más representativo de un club en el fútbol argentino actual como Riquelme. Alguien que sabe jugar como nadie esos dos partidos gravitantes que nutren la agenda constitutiva de un ambiente complejo, malicioso, cruel; el de los 90 minutos que presenta deslealtades de distinto cuño, y el de los medios revulsivos, auténticas instancias de producción de significados y de polémicas residuales. Sumado a ello, Román exhibe las marcas visibles que remiten a una identidad poderosa, que podríamos catalogar como el "ser boquense", un ADN inscripto en una historia centenaria donde cuentan procedencias, estilos y modos de habitar el templo sagrado, la Bombonera.
Se dijo, con razón, que Boca suscita imágenes de las más diversas: allí está la noche, la pasión, los sueños de los humildes que encaran ls semana alegre cada vez que gana su equipo. El diez xeneize sabe de estas cosas, algo poco frecuente en relación con otros colegas, y lo demuestra a fuerza de talento, de inteligencia para desmontar operaciones en su contra, consciente que detrás suyo hay un orgullo que defender, una causa superior, esa identidad que trasciende a dirigentes, periodistas y allegados que buscan apropiarse de una tradición para propósitos nunca explicitados. Es la razón central, de acuerdo con este panorama, que justifica semejante demostración de afecto de los hinchas hacia Riquelme. Acaso sea una cortina de humo, una representación ficcional, sin embargo los cuestionamientos a Román chocan con una realidad perceptible: en la cancha gana siempre y no hay modo de que una crítica, leve o amplificada, derribe el largo peregrinar de un jugador enraizado en la rica biografía de un club, con sus conquistas y con sus fracasos, con la inocultable certeza, además, que conecta con el inciso 1 del decálogo xeneize en el cual todo se reduce a Boca o nada, Boca y los otros, Boca y sus blancos o negros, Boca como fenómeno cultural de este país que incluye a numerosos protagonistas: empresarios inescrupulosos, dirigentes honestos, intelectuales y una serie de factores que explican su popularidad, entre ellas un fuerte componente de clase.
Minimizados los conflictos, ocluidos los debates de coyuntura, queda su juego virtuoso. Y es una buena noticia para el fútbol argentino reparar en el íntimo y último vínculo que refiere a una historia donde los futbolistas y el público reencuentran la posibilidad de creer que el negocio no lo acapara todo. Hoy el mejor dirigente de Boca es Riquelme, verdadero actor en defensa de los intereses del club, hombre que atestigüa con su protagonismo que existen montones de motivos ligados a los núcleos vitales de una trayectoria donde los espectadores no son pasivos. Son, tal como sugiere el sentido originario adjudicado al jugador Nº 12, quienes inciden aún en un escenario tumultuoso con sus gestos y conductas. Los dueños de la última palabra.
Con sus defectos, que los tiene y muchos, Román nos recuerda que alguna vez existió un juego donde lo importante, lo trascendente, transcurre en la cancha. De los símbolos, se trata, de cómo el deporte expone grandezas y miserias, incluso una ilusión entre tantas otras: la de creer que no hay un mecenas capaz de apropiarse de una institución donde se cuecen esperanzas colectivas. Porque Riquelme no se apropió de Boca. En todo caso Boca encontró en Riquelme un jugador a tono con ese recorrido lustroso donde la camiseta y los hinchas definen, con contradicciones desde luego, pero con la reconfortante sensación de que son ellos y nadie más que ellos los que avalan qué quieren y qué sueñan para su club. Román lo fue entendiendo desde que llegó a este mundo, entre picados y las primeras impresiones de la Vieja Bombonera, enfundado en azul y oro.
Comprensiblemente, los hinchas lo idolatran y lo admiran, se identifican con su juego pero también con su especial carisma, con sus apariciones determinantes, con su figura cargada de misterio y de encanto. Así, Riquelme ganó duelos encapsulados en el devenir mediático, por ejemplo acalló las voces críticas de dirigentes que procuraban desplazarlo, prevaleció sobre Maradona, emblema boquense, tras una semana cargada de acusaciones mutuas entre los dos ídolos, hizo evidente los contornos nocivos que precedieron al récord establecido por Martín Palermo (máximo goleador xeneize de todos los tiempos), el otro prócer vigente, y logró diluir la figura de un tercer ilustre, Guillermo Barros Schelotto, ungido por influyentes sectores de la comisión directiva y por cierto periodismo para asumir como entrenador. Tampoco la número 12, denominación que en este caso alude a la barra brava, salió indemne: Riquelme pica en punta llegado el caso de elegir entre Palermo y él, según encuestas variopintas y expresiones del público manifiestas en los encuentros.
No existe, como se advierte, un jugador más representativo de un club en el fútbol argentino actual como Riquelme. Alguien que sabe jugar como nadie esos dos partidos gravitantes que nutren la agenda constitutiva de un ambiente complejo, malicioso, cruel; el de los 90 minutos que presenta deslealtades de distinto cuño, y el de los medios revulsivos, auténticas instancias de producción de significados y de polémicas residuales. Sumado a ello, Román exhibe las marcas visibles que remiten a una identidad poderosa, que podríamos catalogar como el "ser boquense", un ADN inscripto en una historia centenaria donde cuentan procedencias, estilos y modos de habitar el templo sagrado, la Bombonera.
Se dijo, con razón, que Boca suscita imágenes de las más diversas: allí está la noche, la pasión, los sueños de los humildes que encaran ls semana alegre cada vez que gana su equipo. El diez xeneize sabe de estas cosas, algo poco frecuente en relación con otros colegas, y lo demuestra a fuerza de talento, de inteligencia para desmontar operaciones en su contra, consciente que detrás suyo hay un orgullo que defender, una causa superior, esa identidad que trasciende a dirigentes, periodistas y allegados que buscan apropiarse de una tradición para propósitos nunca explicitados. Es la razón central, de acuerdo con este panorama, que justifica semejante demostración de afecto de los hinchas hacia Riquelme. Acaso sea una cortina de humo, una representación ficcional, sin embargo los cuestionamientos a Román chocan con una realidad perceptible: en la cancha gana siempre y no hay modo de que una crítica, leve o amplificada, derribe el largo peregrinar de un jugador enraizado en la rica biografía de un club, con sus conquistas y con sus fracasos, con la inocultable certeza, además, que conecta con el inciso 1 del decálogo xeneize en el cual todo se reduce a Boca o nada, Boca y los otros, Boca y sus blancos o negros, Boca como fenómeno cultural de este país que incluye a numerosos protagonistas: empresarios inescrupulosos, dirigentes honestos, intelectuales y una serie de factores que explican su popularidad, entre ellas un fuerte componente de clase.
Minimizados los conflictos, ocluidos los debates de coyuntura, queda su juego virtuoso. Y es una buena noticia para el fútbol argentino reparar en el íntimo y último vínculo que refiere a una historia donde los futbolistas y el público reencuentran la posibilidad de creer que el negocio no lo acapara todo. Hoy el mejor dirigente de Boca es Riquelme, verdadero actor en defensa de los intereses del club, hombre que atestigüa con su protagonismo que existen montones de motivos ligados a los núcleos vitales de una trayectoria donde los espectadores no son pasivos. Son, tal como sugiere el sentido originario adjudicado al jugador Nº 12, quienes inciden aún en un escenario tumultuoso con sus gestos y conductas. Los dueños de la última palabra.
Con sus defectos, que los tiene y muchos, Román nos recuerda que alguna vez existió un juego donde lo importante, lo trascendente, transcurre en la cancha. De los símbolos, se trata, de cómo el deporte expone grandezas y miserias, incluso una ilusión entre tantas otras: la de creer que no hay un mecenas capaz de apropiarse de una institución donde se cuecen esperanzas colectivas. Porque Riquelme no se apropió de Boca. En todo caso Boca encontró en Riquelme un jugador a tono con ese recorrido lustroso donde la camiseta y los hinchas definen, con contradicciones desde luego, pero con la reconfortante sensación de que son ellos y nadie más que ellos los que avalan qué quieren y qué sueñan para su club. Román lo fue entendiendo desde que llegó a este mundo, entre picados y las primeras impresiones de la Vieja Bombonera, enfundado en azul y oro.
Pablo Provitilo
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