Pasaron largos 24 años de México '86, segundo título conseguido por el Seleccionado argentino en la copa del mundo. Y transcurrieron 20 almanaques desde la última final disputada por el equipo nacional, ante Italia, también de visitante. Como se advierte, demasiado tiempo para un país futbolero por excelencia, potencia de este deporte de acuerdo con el surgimiento de jugadores que trascendieron -y trascienden- en el ámbito local y en el exterior, tierra que deslumbró al mundo con un estilo reconocible basado en el esplendor de su juego, en el espíritu aguerrido, en la solidaridad de conjunto.
Algo de aquello se perdió en el último tiempo, si bien cuentan los matices y las diferencias a la hora de analizar desempeños, contextos, formas de encarar la competencia. No son lo mismo, por ejemplo, aquel equipo que arribó a la final de Italia '90, austero, mañoso y opaco, que el seleccionado eliminado en octavos de final en Estados Unidos '94, ofensivo y protagonista. Tampoco hay grandes similitudes entre las selecciones de Passarella, en Francia '98, y de Pekerman, en Alemania 2006, eliminadas ambas en cuartos y con trayectos distintos en la idea futbolística aplicada por los entrenadores: más precauciones y apego al contrataque, en el caso de Passarella, más control del balón y decisión para atacar, en el de Pekerman. El ciclo de Marcelo Bielsa, por último, definitivamente estuvo signado por un hecho gravitante para la suerte del entrenador y de un trabajo que podría haber reportado cambios significativos en materia organizativa: la prematura eliminación del mundial de Corea-Japón 2002 que engrosó, de este modo, la lista oscura del Seleccionado (las otras dos ocasiones en las cuales el conjunto nacional no superó la primera ronda fueron en Suecia '58 y Chile '62). Las críticas, desmedidas y crueles en la derrota, minaron la estada de Bielsa en el cargo pese a que la historia lo recordará como el entrenador del primer equipo argentino campeón olímpico (Atenas 2004) y un hombre de firmes convicciones.
Lo cierto es que Argentina, en este período, cedió terreno, acumuló reveses en cuanto a resultados y promovió lecturas homogéneas: el pasado reciente lleva la marca inconfundible del fracaso. Por eso, la partida del equipo dirigido por Maradona, uno de los símbolos nacionales, a Sudáfrica motivó entusiasmo y esperanza, algo lógico en un deporte que se sostiene desde la ilusión y desde la posibilidad de revancha, pero también reparos, dudas, críticas por las controversias y polémicas internas en la plana mayor del seleccionado, luego trasladas al campo de juego.
Así, el cuadro de Maradona llega al primer mundial sin el rótulo de gran candidato, inmerso en dudas y escepticismos varios que, de todos modos, no lo aparta del lote de favoritos. Alcanza con revisar el plantel, cotizado y lleno de figuras como Messi, Milito, Higuaín, Tévez, Di María, Mascherano, Samuel -por citar algunos destacables- para convencerse de que hay recursos de sobra para cumplir un buen papel. Ocurre, sin embargo, que en Argentina el enunciado "un buen papel" implica -para amplios segmentos del público- disputar la final, cualquier otro desenlace redunda en feroces cuestionamientos sin importar las cualidades exhibidas, los desarrollos de los encuentros en los cuales intervienen dos factores que explican el encanto de este juego: el azar y los componentes psicológicos.
Por esto último, justamente, en lo relativo a sopesar la importancia de lo psicológico, el Seleccionado -se presume- tiene chances concretas de revertir un tiempo de desaciertos. Dispone de Maradona, el referente primero, y de un grupo de futbolistas capaces de protagonizar hechos más relevantes que acumular goles y distinciones con las ropas de equipos del exterior. E incide, desde luego, la fecha alusiva a los 200 años de la Patria. Allí también hay miles de historias donde el deporte en general y el fútbol en particular fueron proeza y orgullo, los pasadizos de una trayectoria que obliga a reencontrar sus núcleos más poderosos, sus finales inconclusos.
Algo de aquello se perdió en el último tiempo, si bien cuentan los matices y las diferencias a la hora de analizar desempeños, contextos, formas de encarar la competencia. No son lo mismo, por ejemplo, aquel equipo que arribó a la final de Italia '90, austero, mañoso y opaco, que el seleccionado eliminado en octavos de final en Estados Unidos '94, ofensivo y protagonista. Tampoco hay grandes similitudes entre las selecciones de Passarella, en Francia '98, y de Pekerman, en Alemania 2006, eliminadas ambas en cuartos y con trayectos distintos en la idea futbolística aplicada por los entrenadores: más precauciones y apego al contrataque, en el caso de Passarella, más control del balón y decisión para atacar, en el de Pekerman. El ciclo de Marcelo Bielsa, por último, definitivamente estuvo signado por un hecho gravitante para la suerte del entrenador y de un trabajo que podría haber reportado cambios significativos en materia organizativa: la prematura eliminación del mundial de Corea-Japón 2002 que engrosó, de este modo, la lista oscura del Seleccionado (las otras dos ocasiones en las cuales el conjunto nacional no superó la primera ronda fueron en Suecia '58 y Chile '62). Las críticas, desmedidas y crueles en la derrota, minaron la estada de Bielsa en el cargo pese a que la historia lo recordará como el entrenador del primer equipo argentino campeón olímpico (Atenas 2004) y un hombre de firmes convicciones.
Lo cierto es que Argentina, en este período, cedió terreno, acumuló reveses en cuanto a resultados y promovió lecturas homogéneas: el pasado reciente lleva la marca inconfundible del fracaso. Por eso, la partida del equipo dirigido por Maradona, uno de los símbolos nacionales, a Sudáfrica motivó entusiasmo y esperanza, algo lógico en un deporte que se sostiene desde la ilusión y desde la posibilidad de revancha, pero también reparos, dudas, críticas por las controversias y polémicas internas en la plana mayor del seleccionado, luego trasladas al campo de juego.
Así, el cuadro de Maradona llega al primer mundial sin el rótulo de gran candidato, inmerso en dudas y escepticismos varios que, de todos modos, no lo aparta del lote de favoritos. Alcanza con revisar el plantel, cotizado y lleno de figuras como Messi, Milito, Higuaín, Tévez, Di María, Mascherano, Samuel -por citar algunos destacables- para convencerse de que hay recursos de sobra para cumplir un buen papel. Ocurre, sin embargo, que en Argentina el enunciado "un buen papel" implica -para amplios segmentos del público- disputar la final, cualquier otro desenlace redunda en feroces cuestionamientos sin importar las cualidades exhibidas, los desarrollos de los encuentros en los cuales intervienen dos factores que explican el encanto de este juego: el azar y los componentes psicológicos.
Por esto último, justamente, en lo relativo a sopesar la importancia de lo psicológico, el Seleccionado -se presume- tiene chances concretas de revertir un tiempo de desaciertos. Dispone de Maradona, el referente primero, y de un grupo de futbolistas capaces de protagonizar hechos más relevantes que acumular goles y distinciones con las ropas de equipos del exterior. E incide, desde luego, la fecha alusiva a los 200 años de la Patria. Allí también hay miles de historias donde el deporte en general y el fútbol en particular fueron proeza y orgullo, los pasadizos de una trayectoria que obliga a reencontrar sus núcleos más poderosos, sus finales inconclusos.
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