lunes, julio 19, 2010

ASCENSO // Mi nombre es todo lo que tengo


El escenario es el mítico Gabino Sosa ubicado en el Barrio Tablada de Rosario. Zona de casas bajas rodeada de pastizales verdes donde, a pocos metros, se levanta una singular estatua en homenaje al Che Guevara, uno de los próceres de la ciudad, De lejos asoma otro prócer, no menos imponente que ese estadio que pronto albergará a equipos de Primera C tras el ominoso descenso de Central Córdoba en abril  de este año. Tomás Felipe Carlovich, el Trinche, camina despacio y en soledad mientras se prepara para una nueva entrevista con corresponsales de Rosario y Buenos Aires. Difícilmente sea la última. Su físico robusto intimidante, su aspecto desaliñado, sus ojos rojos intensos vencidos por el frío, su andar desparejo luego de una operación de cadera que lo alejó del fútbol con amigos, no aminoran el encanto que aun genera este jugador histórico del fútbol argentino, elogiado con enfásis por personalidades como Diego Maradona, César Luis Menotti, Ubaldo Matildo Fillol, Aldo Poy, Carlos Griguol y José Pekerman. Enseguida resuenan palabras de Maradona, previo a su desembarco en Newell's Old Boys, en 1993, "¿Orgullosos por recibir al mejor jugador?. El mejor jugador ya jugó en Rosario y es un tal Carlovich".

Hijo de padres yugoslavos, el Trinche es el emblema charrúa, un futbolísta de excepción que también sobresalió en dos equipos mendocinos (Independiente Rivadavia y Deportivo Maipú) y pasó por Rosario Central, club donde debutó, y Colón de Santa Fé, donde apenas pudo jugar debido a reiteradas lesiones. Pero hay un hecho que dejó una huella y lo proyectó a la gran vidriera del fútbol argentino. Ocurrió en 1974 en un amistoso donde se enfrentaban la Selección Nacional dirigida por Enrique Omar Sívori, que se preparaba para el Mundial de Alemania, y un combinado de Rosario. Con un Carlovich deslumbrante, los rosarinos le dieron una auténtica lección de fútbol al equipo albiceleste al derrotarlo por 3 a 1, generando reacciones unánimes entre los jugadores de la Selección acerca de ese melenudo de gruesos bigotes que encendió la noche con un repertorio lujoso. "Decí que al Trinche lo sacaron a los '15 del segundo tiempo, si no hubiese sido peor", comentaron en el vestuario. Transcurrido el tiempo, otros testigos destacan que en aquella oportunidad, y acaso por única vez en la historia, hinchas de Central y de Ñuls se abrazaban en el estadio.


Carlovich atesora recuerdos, pero la memoria no es su fuerte, como tampoco es su fuerte incurrir en apelaciones nostálgicas y subrayar virtudes propias. "Muchos de los que hablan son amigos". Sentado a un costado de la platea del Gabino Sosa, ofrece respuestas cortas, ríe con timidez, y fija la mirada en la cancha ya que allí juegan un amistoso de pretemporada Central Córdoba y un equipo de jugadores libres. Comenta que le tiene a fe a Marcelo Vaquero, el nuevo entrenador charrúa que llegó tras haber dirigido al clásico rival, Argentino (también descendido este año), y admite que le gustaría seguir ligado a su club.
Su relato se centra en el presente y, da la sensación, no hay modo de arrebatarle una imagen del pasado cuando el amistoso transcurre aburrido y los visitantes de turno insisten con tozudez. "Usted, ahí sentado, en esa platea donde muchos simpatizantes lo vieron jugar ¿evoca algún gol, un hecho destacado, una escena imposible de borrar? Porque a los hinchas suele pasarle, mirar el estadio y pensar que es el mismo donde fueron felices y desdichados, aunque ellos -los hinchas- y el estadio, ya no sean los mismos". Carlovich dice, con una sonrisa, que no recuerda lo que hizo ayer, aunque marca un contraste entre épocas: "Nosotros jugábamos a ganar, a muerte, con responsabilidad. Hace poco dirigí a Central Córdoba y peleábamos el descenso. Perdíamos, por ejemplo de visitante, y el viaje de vuelta era una joda. Así no es, si bien entiendo que cada persona es distinta".

El descenso charrúa, justamente, lo ubica entre las tristezas que le dio el fútbol. Siempre hablando desde el presente, siempre relojeando qué hacen los azules en la cancha, impotentes para marcarles un gol al enjundioso combinado de libres. Otras tristezas le generan bronca, por ejemplo no poder jugar nunca más. "Si Dios quiso así, no queda otra", sostiene, y el rojo de los ojos adquiere contornos más vivos.

Las ambiciones recortadas, la frustración de no haber trascendido más debido a su presunta desidia para entrenar, "el Maradona que no fue", como señalaron diversos analistas, parecen no afectarlo como sí lo afecta, en el hoy, prescindir del picado y del potrero por decisiones ajenas. "Jugué hasta los 39 años, algo que desmiente eso de que no entrenaba o era vago. ¿Llegar, ¿qué es llegar?. No tuve otro deseo que el de jugar a la pelota, en mi barrio, cerca de la casa de mis viejos y cerca de mis mejores amigos. Ahora, en este tiempo, me hubiera gustado estar en la cancha, acá en Central Córdoba o en cualquier lado. Mi pasión es jugar", recalca, y acepta la última pregunta, en un charla que podría prolongarse aun más en los fríos tablones del Gabino Sosa.

-Mirando hacia atrás, y teniendo en cuenta su carrera como jugador, ¿se arrepiente de algún episodio, cambiaría algunas conductas, haría algo distinto?


 -"No creo. Dejaría de ser el Trinche".

Pablo Provitilo

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